Agridulce llevaba ya tiempo gestándose en mi mente y en el papel. Se erguía como si tuviera vida, rogándome que lo dejara salir, que le diera voz a ese dolor y a esa luz que guarda dentro.

Hoy se pronuncia ante mí, solemne y misterioso. Me mira en silencio claramente enunciando que tiene mucho que decir, que ya es hora de decirse.

Agridulce está en cada rincón, en cada herida, en cada lágrima… me recuerda cuán solitario es el camino pero que, al mismo tiempo, está lleno de refugios.

De personas refugio que, con sus brazos, palabras, compañía y presencia, me han permitido caer, levantarme, llorar, doler, sentir y ser. Personas refugio que me han salvado.

Quizá, en medio de este oleaje que me ahoga, es hora de dejar que Agridulce salga a la luz, que cobre vida y funja como el salvavidas que ya es. Quizá, solo quizá, no es un salvavidas exclusivamente para mí.

A inicios de 2019, me prometí que este año me regalaría algo que, hasta ahora, no me había entregado: mi tiempo y energía. Y creo que es lo más bonito que me he dado: generosidad.

Poco sabía yo que eso significaría abrir heridas; descubrir cicatrices; ir a terapia; llorar sin y con consciencia; llorar como si nunca se detendrían las lágrimas; casi darme por vencida; dejar el trabajo de mis sueños por el otro trabajo de mis sueños; entrar en crisis frecuentemente; romperme; moldearme; romperme de nuevo…

Quedan muchas lágrimas pendientes, mucho que desempolvar, limpiar, reconstruir.

Identificar los estragos de la tormenta de esta crisis de vida que me ha quitado todo y me ha permitido encontrarlo de nuevo.

De aquí nace Agridulce.

Es un reconocimiento del campo de batalla que a veces se asemeja a la vida, y viceversa.

Estos son los vestigios de un año de no rendirme, aunque a veces así lo quisiera.

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